Susurros de mi Alma

A veces el amor llega en silencio…
Sin hacer ruido.
Sin anunciar su llegada.
Sin pedir permiso.

Eso fue lo que le pasó a Samuel.
Se enamoró así… en silencio.

Lucía era parte del mismo grupo de amigos desde siempre. Siempre ahí, siempre sonriendo, siempre contando historias que hacían reír a todos. Para Samuel, ella no era solo parte del grupo: era el centro.

Pero nunca supo cómo acercarse. Había una distancia invisible entre ellos, una barrera que él mismo construyó a punta de miedo y dudas.

Mientras los demás hablaban sin filtro, él la miraba.
Mientras los otros se reían, él la observaba.
Mientras ella hablaba de su vida, de sus sueños, de su último libro o del chico que le gustaba… él callaba.

Y la escuchaba como quien escucha una canción que no quiere que termine nunca.

Lucía era luz. Brillante, espontánea, con esa energía que arrastraba a todos con ella.
Samuel era sombra. Presente, constante, pero siempre al margen.

Pasaron los años. Compartieron risas en cafeterías, caminatas por el centro, fiestas con el grupo. A veces estaban uno al lado del otro… pero nunca juntos.

Él aprendió a amar desde lejos.
A admirarla en silencio.
A escribirle cartas que nunca entregó, a imaginar conversaciones que nunca sucederían.

Cuando ella vivió su primer amor, Samuel la vio sonreírle a otro.
Cuando terminó, la vio llorar en silencio.
Quiso consolarla, decirle que él sí sabría cómo cuidar de su corazón… pero se quedó quieto.
El miedo a perderla incluso antes de tenerla era más fuerte que cualquier impulso.

El tiempo pasó. Los caminos se bifurcaron. El grupo se dispersó.
Samuel se aferró al recuerdo de ella como quien guarda una fotografía rota en la cartera.
No podía olvidarla.
No quería.

Hasta que un día, sin esperarlo, el destino decidió jugar otra vez.

Fue una noche cualquiera.
Una noche de otoño, con las hojas cayendo y el aire cargado de nostalgia.
Samuel caminaba sin rumbo por el parque. Necesitaba despejarse.

Y entonces… la vio.

Sentada sola en una banca.
Con el mismo cabello desordenado que recordaba.
Con la mirada perdida, como si estuviera buscando algo en el cielo.
Era ella. Lucía.

Por un momento pensó que lo estaba imaginando. Que su mente le estaba jugando una mala pasada.
Pero era real.

Su corazón comenzó a latir tan fuerte que le dolía.
Podía alejarse. Podía darse la vuelta, guardarse el recuerdo como otra postal mental.

Pero no esta vez.

Se acercó. Cada paso era un suspiro. Cada segundo, una eternidad.
Se detuvo frente a ella.
Su voz tembló.
—Lucía…

Ella alzó la mirada.
Sus ojos lo buscaron… y lo encontraron.
Y en ese instante, se rompió algo. O tal vez se reparó.

Lucía se levantó sin decir una palabra.
Sus labios no se movieron.
Pero sus ojos lo dijeron todo.

Se lanzó hacia él como si su cuerpo supiera algo que su mente no alcanzaba a comprender.
Y Samuel la abrazó.
La abrazó con todo lo que tenía, con los años que se le fueron sin tenerla, con el amor que había guardado en silencio.

Ella lloró.
Y él no dijo nada.
Solo la sostuvo.

Porque a veces, el amor no necesita palabras.
Solo un silencio que lo diga todo.